Sentidos fugitivos, escucha, costa, legibilidad
CARLOS COLMENARES GIL
Sentidos fugitivos
Escucha, Costa, Legibilidad
Carlos Colmenares Gil (Los Teques, Venezuela) es candidato doctoral en Literatura Comparada por la University of California – Irvine. Tiene una licenciatura en Psicología por la Universidad Católica Andrés Bello en Caracas y una maestría en Filosofía y Teoría Crítica por Kingston University en Londres. Sus áreas de investigación cubren el pensamiento Latinoamericano, la filosofía continental y la teoría social y estética en relación con literatura, cine y música en América Latina. Ha publicado trabajos académicos sobre el pensador venezolano Alejandro Moreno; además, ha publicado un libro de poesía: dos mil nueve (Fundarte, 2011), y un libro de relatos: Versiones de Martha (Ígneo, 2016).
1.
¿Cómo puede ser radical un sonido que es producto del intento de obliterar toda raíz? Producto de un corte radical, precisamente, de la idea de raíz y de las raíces materiales de millones, sacarlos de su tierra cortando sus lazos y sembrándolos a la fuerza en otra. Tenemos aquí dos ideas de radicalidad en juego. Por un lado, radical como lo “extremoso, tajante, intransigente”, también como lo “total o completo”, radicalidad de los conquistadores al traer a africanos a América e imponerles su visión del mundo como si fuese la única; pero por otro lado lo radical como “perteneciente a la raíz” y a la vez, “partidario de reformas extremas” (RAE), así los millones de esclavos, apuntando hacia África, rebelándose contra esa nueva vida forzada. Hay que tratar de entender en qué se diferencian estas radicalidades, y ver también cómo cierto sonido, consecuencia de ese desenraizamiento total y violento, puede a su vez darnos otra idea de raíz y reestablecer ciertas raíces invisibles y por lo tanto ilegibles. Raíces sonoras, sonidos radicales que viajan y se esconden, cantos de fuga.
El sonido que quiero que escuchen es el de la raíz que se lanza desde América a África, el de la raíz producida después, ante la ausencia de origen. Una raíz horizontal y múltiple, un rizoma tal vez, para usar el término de Deleuze y Guattari, y que Édouard Glissant emplea para entender el exilio forzado de los esclavos, donde la identidad perdida se convierte en una relación entre diferentes (23), entre aquellos que vinieron en el mismo barco pero que fueron sacados de los sitios más disímiles, de las culturas más diversas dentro de ese invento europeo llamado África con la intención de hacerlo parecer homogéneo.
Este paréntesis etimológico apunta hacia un norte, literalmente, hacia la costa venezolana, al norte de Suramérica, donde un sonido constantemente huye hacia África, o huye fuera de las plantaciones, a los palenques, un sonido que no fue leído como música, sino como ruido, lo que es lo mismo a decir que no fue oído, y que, al no poder ponerse en palabras, en las palabras oficiales, por así decir, o se prohibía o se dejaba a la deriva, como un fantasma de la historia, un fantasma que sobrevivió. Como dice Jacques Attali, el saber occidental al querer mirar el mundo para descifrarlo no ha entendido que a veces el mundo no se lee, sino que se escucha (11). Por ser un ruido pagano, su ilegibilidad le permitió meterse entre las grietas de la modernidad y sobrevivir hasta ahora, escondido o escapado.
Un corte que se convierte en una ausencia de raíz genera la necesidad de un sonido radical, que rompe y homófonamente suplanta una raíz por otra. “lo a la vez enraizado y allí afuera, lo inmanente y lo trascendente” al mismo tiempo Fred Moten lo llama “la sensualidad radical de mi gente” (2003, 26). No sabemos si Moten ha escuchado “Las caras lindas (de mi gente negra)” de Tite Curet y cantada por Maelo, pero por ahí va la cosa. Una sensualidad que cuestiona la hegemonía de lo visual, pues debía hacerse invisible para subsistir. Un sonido siempre fugitivo, aunque aún estuviese encadenado. Un sonido siempre fugitivo aunque ya se estuviese en libertad, pues de la libertad que te lleva de la plantación a la pobreza hay que escapar también “¿qué es la libertad sino una soledad vulgar?” (2018, 251), dice Moten, otra imposición que independiza al esclavo de cierto yugo, del que era necesario liberarse pero que sigue sin dar cuenta de la pérdida de sus lazos afectivos, de su nueva obligación a ser un ciudadano “moderno”, de seguir dejando de ser lo que era: “la libertad es una pulsión de muerte” (Moten, 2018, 263). Un sonido ilegible porque invisible, que va a contraflujo de esa supuesta libertad que lo domestica todo. Este es el ritmo del quitiplás de la costa venezolana.
2.
Más o menos cien mil fueron los esclavos traídos a Venezuela, procedentes de múltiples sitios, como ya dije. La mayoría esparcidos en las costas de Barlovento, al norte del país, a lo largo del Mar Caribe, donde los españoles establecieron muchas de las haciendas de cacao de la región. Un rizoma que empezó a crecer a lo largo de la orilla, y que poco a poco fue sembrándose y siempre moviéndose al mismo tiempo. Recreando y escondiendo a la vez una cultura perdida que empezó a ser nueva.
Ya en 1553 iniciaron las rebeliones esclavas en Venezuela, usualmente apoyadas por los indígenas, fundando palenques o cumbes donde los cimarrones y los indios hacían comunidad a veces armónicamente y a veces no tanto (Pollak-Eltz, 1977, 440). En el siglo diecisiete hubo muchas más, como la de 1650 en los Valles del Tuy, parte de Barlovento, en la que, según Angelina Pollak-Eltz (1977, 440), esclavos fugitivos, ayudados por aquellos en las plantaciones, y por mestizos, iniciaron una especia de guerrilla que tras un largo esfuerzo fue contenida y los miembros capturados ejecutados. Esto no acabó con los palenques, ni con la complicidad entre fugitivos y aún esclavos. Pero cada vez se hacía más difícil revelarse, pero no solo eso, también reunirse, de aquí surge y se fortalece el sonido fugitivo que buscamos.
Los tambores más visibles, y quizás más conocidos, el Mina, el Culo ‘e Puya, no podían pasar desapercibidos por su tamaño, mucho menos un esclavo podía escapar y llevarse alguno. En cambio, el quitiplás, batería de 3 o 4 instrumentos pequeños hechos con tubos de bambú, se podía llevar en una mochila, escapar con él, moverse con él (José Bolívar en “Barlovento: capítulo Quitipla (1 de 4)). El tubo más grande del conjunto, el pujao’, tiene 50cm de alto y 15cm de ancho aproximadamente, el cruzao’ (que no siempre forma parte del conjunto) un poco más pequeño, el prima más o menos 40 cm y los dos pequeños que le dan el nombre a toda la batería 25cm cada uno y 10cm de diámetro (Haefer, 2016). Instrumento fugitivo sin duda, con el que muchos esclavos escapaban, y que luego tocaban en los palenques hasta su libertad desde donde aún lanzas rizomas hacia el océano.
Fig. 1 Batería de bambú: Quitiplás. Tomada de Diario La Voz: https://diariolavoz.net/2017/01/08/cuando-quitiplas-muere-pie/
Quitiplás entonces es a la vez este grupo de tubos que son una especie de tambores, pero también es una onomatopeya del sonido que emite, y, por otro lado, es el nombre de una de las partes de la batería, los dos tubos más pequeños que se chocan entre ellos y también con el piso. Mientras unos van al son de un compás, al menos algún otro se le cruza, creando una melodía subterránea, ambigua, difícil de leer por su simultaneidad, pero trayendo múltiples sentidos, imágenes y signos al cuerpo, al oído.
Esta polisemia del término Quitiplás prefigura la complejidad rítmica del conjunto, donde, como ya dije, el mismo grupo de instrumentos toca al mismo tiempo distintos ritmos y distintas métricas: un ritmo cruzado (y recordemos que cruzao’ es uno de los tubos del quitiplás) que pone en escena la tensión de estar en África y América, de que algunos estén libres y otros en cadenas, del origen olvidado y la nueva cultura construida, estar en dos tiempos históricos, no solo rítmicos, o más bien, fusionar el tiempo histórico con el compás musical. Un ritmo ilegible para la idea de una melodía lineal, de una ciudadanía representable, europeizada. Attali nos recuerda que el diccionario de Littré, en el siglo diecinueve, define música como la ciencia del uso racional de los sonidos, como una sintaxis, algo perfectamente legible, es decir, que excluye todo lo no linealmente armónico (19). Este ritmo cruzado, al estar siempre fuera de esas definiciones, siempre fuera de la casa grande en la plantación, ha sido una de las revuelta más largas y menos escuchadas en la historia de la negritud en Venezuela.
A diferencia de lugares como Cuba o Brasil, donde hubo un predominio de la cultura Yoruba entre los esclavos, de acuerdo con Pollak-Eltz, “en Venezuela nunca hubo un predominio de una cultura africana sobre otra” (1972, 32), además de que desde muy temprano la cultura indígena tuvo un papel clave en las interacciones con los africanos. Más o menos la mitad de los esclavos traídos venían de la costa del Golfo de Guinea y casi todo el resto de la región del Congo-Angola, un poco más al sur. Entonces tenemos grupos como los Ewe, Tari, Carabalí, Bantu, entre otros (Pollak-Eltz, 1972, 30-32; Lengwinat, 74); muchos de ellos con una tradición grande de ritmos cruzados, y algunos incluso con cierta tradición del uso de tubos de bambú como instrumentos de percusión, que en algunas regiones se llamaron ganbos (Barlovento: capítulo Quitipla (2 de 4)). El sonido fugitivo no solo escapa hacia adentro, en los palenques donde se convivía con los indígenas, es también un llamado hacia el oeste de África, hacia el golfo desde donde muchos vinieron, muchos de los ancestros de los que hoy siguen sonando el quitiplás. “En sí mismo, el rizoma tiene formas muy diversas, desde su extensión superficial ramificada en todos los sentidos hasta sus concreciones en bulbos y tubérculos” (Deleuze y Guattari, 12-3), una radicalidad sonando en todas las direcciones y a su vez concentrándose en los palenques y en las plantaciones, adentro y afuera.
El percusionista y académico Ghanés, C.K. Ladzekpo, nos explica que en la cultura Anlo-Ewe (a la que pertenecía un porcentaje grande de esclavos en Venezuela), el ritmo cruzado funciona como una especie de entrenamiento contra la ansiedad y preparación para confrontar las dificultades de la vida. Un patrón rítmico estable, como un propósito vital, se ve interrumpido (cruzado) por otro distinto, un obstáculo, y los dos conviven, acercándose y alejándose. Ladzekpo nos dice, “la premisa es que, al instruir de forma correcta a la mente para lidiar con este estrés emocional simulado, se logra la audacia” (1995a, 1995b).
La audacia para aguantar, la audacia para escapar, la audacia para crear esa música ilegible, que requiere más de un compás, y que no se puede escribir sin perder algo de esa sensualidad radical que menciona Moten.
Fig. 2. Tomada de Ladzekpo Six against Four Cross-Rhythm. Nótese en la tercera barra (síntesis de las dos primeras) el sonido que identifica cada golpe, y como su conjunto “Ka-tu-ka-kpla”, se asemeja a “Quitiplás”.
3.
Un ritmo cruzado que prepara la mente para la resistencia, que a veces es rebelión y combate, y a veces supervivencia. Una supervivencia que ya estaba ahí desde el haber sido forzado dentro de un barco, como carga, con otros que para los conquistadores lucían como tú pero que no hablaban tu idioma, que iban muriendo a tu lado, un barco embarazado con tantos muertos como vivos (Glissant, 18). Llegar a tierra ya fue sobrevivir. Esta vida después de la muerte, después del apocalipsis es, en parte, cantada por el quitiplás.
Pero hablamos antes de una fugitividad incluso en la esclavitud, otra forma de supervivencia. El quitiplás es también protagonista de una resistencia camuflada, similar a otras en Latino América, la fiesta de San Juan, donde detrás del santo católico se esconden las deidades africanas (Haefer, Lengwinat, 82-86). Una religión siempre escapada, detrás de lo legible, de lo permitido, asomándose un poco, pero protegiéndose también, y protegiendo a sus creyentes. Lo que creen los españoles que los esclavos creen, lo que creen los sacerdotes que los esclavos creen, no es exactamente lo que ellos creen. Un equívoco desde siempre presente, un ritmo cruzado al de la religión oficial, que la asimila solo para contaminarla. Dentro de este orden que la música es, se filtra la subversión disfrazada (Attali, 15; 28). Quiero mostrar, o más bien sonar todos estos cruces: el corte de raíz, la necesidad de crear nuevas radicalidades y lanzarlas hacia adentro (los palenques) y hacia afuera (África), el obstáculo que un ritmo pone a otro, el ritual católico como pantalla de otros santos escondidos, siempre en fuga, en fin, ese golpe de bambúes que es testigo de todo esto y en sí mismo contenedor de esa historia.
Vemos una melodía oculta dentro de otra, algo que desestabiliza y sabotea cualquier narrativa de linealidad y progreso. El quitiplás, ahora más celebrado como folklore, aunque no llamado música venezolana a secas, sino siempre afro-venezolana, con un guion que une y separa, que marca, para bien y para mal, una identidad desencajada, hace resonar toda esta historia que he contado aquí fragmentariamente, de manera cruzada. “Uno se mete entonces, en la producción de una subtrama, una trama contra la trama, contrapuntual, fantástica, subterránea ̶ un giro fugitivo o un robo, perpetrado por una lengua en escape, un cuerpo disidente…”, dice Moten, cuyos textos también son polirítmicos en sí mismos (2003, 68). La negritud, sigue Moten en otro lugar, no es más que el rechazo, por medio de operaciones de fuga, de la pesadilla que implica hacerse un sujeto moderno, legible (2018, 243).
Tenemos entonces no solo una larga historia aún escondida porque fugitiva, pero visible en las mochilas de la gente de Barlovento, algunos quienes todavía en el presente escapan constantemente de una pesadilla que prometía una nueva emancipación, una nueva libertad pero que se hizo demasiado legible, demasiado oficial, demasiado sorda al ruido del quitiplás. También hay una historia de una de las manifestaciones más de vanguardia (“restricción, movilidad y desplazamiento son las condiciones de posibilidad del Avant-Garde” (Moten, 2003, 40)), y más radicales de la música latinoamericana actual, que el discurso oficial del folklore ha tratado de leer, más nunca de oír.
Los bambúes que golpean contra el piso esparcen raíces rítmicas por todos lados, pero hemos sido poco capaces de escucharlos bien, de calcular lo incalculable, la sobrevivencia y la celebración al mismo tiempo como dos ritmos siempre cruzados. María del Rosario Acosta, en sus trabajos sobre memoria histórica, nos advierte de la necesidad de una nueva gramática de la escucha que permita “…crear y rescatar herramientas conceptuales, e incluso concepciones de espacio y de tiempo, estéticas alternativas que, al hacer posible esta escucha ̶ al abrir, por tanto, otros modos de audibilidad ̶ , permitan entender e interrumpir esta relación inextricable entre borradura e historia…” (165). No se trata, en este caso, de un reclamo identitario por un rescate de ciertos valores o de ciertas expresiones culturales, de una celebración oficial secuestrada por un nacionalismo unificador demasiado visible, esto ya se ha hecho superficialmente, y sería seguir tratando de leer lo que más bien hay que escuchar, porque escucharlo implica un riesgo mayor, la necesidad de un desplazamiento de nuestra forma de construir la experiencia sensual, un modo de audibilidad que incorpore el ritmo cruzado de este sonido que ha sido hasta cierto punto inaudito, porque requiere desestabilizar nuestras categorías de pensamiento siempre muy enraizadas, siempre muy visibles, siempre legibles.
De la costa venimos y hacia la costa vamos, dicen las almas que lleva el quitiplás, en su cruce y su percusión. Los dioses escondidos siguen asomándose, preguntándose si las raíces volvieron a crecer. La música como subversión ha sobrevivido, no solo porque sigue existiendo después, sino porque siempre excede una vida limitada, estable y rígida. Quizás porque en un momento no era considerada como música por el resto del mundo, “subterránea y perseguida” (Attali, 28) se convierte en una raíz más allá del cuerpo para los que no eran más que un cuerpo. O como dice Moten de Miles Davis: “La libertad en la esclavitud es fuga, y esta música podría llamarse la más sublime en la historia del escape” (2017, 85).
Referencias
Acosta, María del Rosario. 2018. “Gramáticas de la Escucha: Decolonizar la Historia y la Memoria.” Sujeto, Descolonización, Transmodernidad, editado por Mabel Moraña, Madrid: Iberoamericana/Vervuert, 159-180.
Angel H. Lucci T, Barlovento: Capítulo Quitiplá (1 de 4), video de YouTube, 4:49, 2008, https://www.youtube.com/watch?v=JNSXdxByi8k.
—. Capítulo Quitiplá (2 de 4), video de YouTube, 4:49, 2008, https://www.youtube.com/watch?v=gIW9H4s1eVc&t=52s.
Attali, Jacques. 1977/2001. Bruits: Essai sur L’economie Politique de la Musique. Paris: Fayard / PUF.
Deleuze, Gilles y Guattari, Félix. 1980/2002. Mil Mesetas: Capitalismo y Esquizofrenia. Valencia: Pre-Textos.
Glissant, Édouard. 1990. Poétique de la Relation. Paris: Gallimard.
Haefer, J. 2016. “Quitiplás.” Grove Music Online, 25 de mayo de 2016. https://www.oxfordmusiconline.com/grovemusic/view/10.1093/gmo/9781561592630.001.0001/omo-9781561592630-e-4002294672.
Ladzekpo, C.K. 1995a. “The Myth of Cross-Rhythm.” Foundation Course in African Dance Drumming. http://www.richardhodges.com/ladzekpo/Foundation.html.
—. 1995b. “Six Against Four Cross Rhythms” Foundation Course in African Dance Drumming. http://www.richardhodges.com/ladzekpo/Foundation.html.
Lengwinat, Katrin. 2016. “‘Ahorita estamos en lo Nuestro’ (‘Now we are Ourselves’): Afro-Venezuelan Music Rituals for Health and Community Wellbeing.” Legon Journal of the Humanities, 27 (2): 73-95.
Moten, Fred. 2003. “The Sentimental Avant-Garde.” In the Break: The Aesthetics of the Black Radical Tradition, Minneapolis: University of Minnesota Press, 25-84.
—. 2017. “Taste Dissonance Favor Escape (Preface to a Solo by Miles Davis).” Black and Blur, Durham: Duke University Press, 66-85.
—. 2018. “The Erotics of Fugitivity.” Stolen Life, Durham: Duke University Press, 241-268.
Pollak-Eltz, Angelina. 1972. “Procedencia de los Esclavos Negros Traídos a Venezuela.” En Vestigios Africanos en la Cultura del Pueblo Venezolano, Caracas: UCAB – Instituto de Investigaciones Históricas, 23-32.
—. 1977. “Slave Revolts in Venezuela.” Annals of the New York Academy of Sciences, 292 (1): 439-445.
Real Academia Española (RAE). Diccionario de la Lengua Española. 23.ª ed., [versión 23.3 en línea]. <https://dle.rae.es>.
Border-Listening/Escucha-Liminal 2020
14.8 X 21.0 cm
Softcover
170 pages
English, Spanish texts